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No sé como ser víctima

19 jun 2022, 12:00

Basta hablar con cualquier persona que me haya conocido cuando era más joven para escuchar la frase “Es muy enojon”. Históricamente había sido conocido como alguien que era pronto a demostrar emociones agresivas.

Levantar la voz, mostrar demasiado los dientes, invadir espacio personal, entre otras. Todas estás eran cosas que solía hacer continuamente y casi en automático. Me había comprado a mí mismo la idea de que esto funcionaba y que era una forma normal de vivir. Cuando era niño pequeño todo me pasaba, era muy débil, poco coordinado, todo me dolía y era muy pronto a llorar. Por fortuna para mí, también crecí en un ambiente de austeridad. Quizá éramos pobres, pero mi madre y mi abuela siempre encontraron una forma de tener un techo y comida.

Ese mismo ambiente de austeridad no está diseñado para gente débil. Está diseñado para fomentar la supervivencia del más apto. Sobra decir que durante mucho tiempo en mi infancia sentí miedo. Miedo de las cosas que no podía controlar, miedo de la oscuridad, de Chucky el muñeco diabólico y del robachicos.

Cuando tenía quizá 8 años, me mordió una perra. Afortunadamente el animal estaba vacunado contra la rabia, y no me tuvieron que poner las 10 inyecciones alrededor del ombligo que se necesitan para combatir la rabia. Afortunadamente por qué también le tenía miedo a las agujas.

Era yo un manojo de nervios. Asustado de los perros, alérgico a los gatos y con muchos miedos irracionales que, al crecer en un ambiente que no solo era austero, sino también propenso a la esoterismo, no ayudaba mucho a crear confianza.

Así pasaron los años, y un buen día –quizá tenía 11 años–, regresaba a casa de la escuela, cuando un perro que siempre estaba atado, empezó a perseguirme. Empecé a correr por mi vida. Tenía miedo de que me mordiera. Tenía miedo de que tuviera rabia. Tenía miedo de las 10 inyecciones alrededor del ombligo. Tenía miedo de muchas, muchas cosas. Cuando de pronto. Un pensamiento liberador cruzó mi mente como una estrella fugaz atraviesa el cielo de medianoche “Eres más grande que el perro que te persigue”. En ese momento me di vuelta sobre mi eje y con sin bajar el pique ya tenía en el aire, dibuje una patada que se incrusto muy apenas en las costillas del animal.

El perro salió corriendo. Ambos estábamos bien. Él no habría de volver a perseguirme. Y yo no habría de volver a correr jamás de mis miedos.

Este hecho, en conjunto con el momento en el que perdí mi primera pelea en la escuela primaria, fueron determinantes para la persona en la que me convertiría en el futuro. Mi abuela, uno de los amores más grandes de mi vida. Alguien que jamás me violentó de ninguna forma. Al verme desencajado y andrajoso me preguntó qué había pasado. Me escuchó con detenimiento y cuando le dije que había perdido me amenazó por primera y última vez.

“La próxima vez que vuelvas a perder yo te voy a rajar tu madre por pendejo”. Durante los siguientes años, no volví a perder. A ver, tampoco gané ninguna justa. Ya les había dicho que era mal coordinado.

Pero yo no iba a llegar derrotado ante mi abuela; por ninguna razón.

Gracias por acompañarme una vez más querido lector; como siempre te deseo que lo divino te llene de bendiciones a ti y a quienes amas, nos vemos la próxima.